Escribía la niña unas palabras cuando, de repente, apareció un caballero que andaba por páginas desoladas. Se oía un rumor de páginas lejanas, muy lejanas. Acaso se tratara de alguien que había quedado prisionero entre líneas. ¿Cómo podían saberlo? Con un extraño temblor de los dedos, continuaron leyendo. Acaso solo fueran palabras que lleva el agua, se dijeron. Se adentraron en las páginas, se hallaban ya página adentro. Era irremediable. Al fin, todo aquello había quedado escrito en El Libro Sagrado. El temblor de unos dedos pasando las páginas de un libro… tal es la materia de la que están hechos estos cuentos. El temor de que las páginas en papel nos abandonen, que dejen a los seres humanos para siempre. Y entonces, la nostalgia, el temblor de los dedos en el aire, donde ya no están aquellas páginas escritas sobre aquel material antiguo, nuestro, abandonado. El temor a que las páginas escritas en papel nos abandonen a nuestra suerte, que nos dejen desnudos, pobres, entristecidos. El empeño de los seres que habitan estos cuentos en que las palabras queden escritas en un Libro Sagrado para siempre. Los prodigios de las palabras escritas; de las palabras escritas en papel.