Una lúcida reflexión sobre los retos que se les plantean a los católicos en los albores de este tercer milenio: habrán de ser inconformistas, coherentes, y con una fe operativa que difunda la civilización del amor. Vivirán entre sus contemporáneos con la conciencia de ser el fermento destinado a transformar la masa de una sociedad que necesita la esperanza de la nueva evangelización. La experiencia de los primeros cristianos es para ellos un valioso precedente.