Durante el siglo XVII se fundaron en Nueva España quince conventos femeninos. Cabe decir que a principios del siglo XVII, éstos eran tan sólo diecinueve localizados en México, Puebla, Valladolid (Morelia), Guadalajara, Antequera (Oaxaca) y Mérida. Esta vitalidad fundacional resulta no sólo de una mentalidad espiritual, sino que es también el reflejo de una realidad económica y social que, en palabras de Asunción Lavrin, significa que: Detrás del propósito de protección a doncellas desvalidas que motivó a los primeros promotores de conventos femeninos en el siglo XVI, hubo un deseo de trasladar físicamente y perpetuar en el Nuevo Mundo instituciones sociales de la Península. El claustro, paradigma de la religiosidad de una España católica en un mundo que comenzaba a soterrar la unidad del cristianismo, significó una forma de triunfar sobre el paganismo de los indígenas, de afianzar el catolicismo romano en las posesiones de España y, especialmente, de reproducir los medios de protección social a la mujer, de quien dependía el enraizamiento familiar necesario para lograr la verdadera conquista del Nuevo Mundo.