En décadas particularmente convulsas, sea por la creciente tensión entre los poderes feudales y la corona de Castilla, por la tortuosa lucha contra el enemigo sarraceno en uno y otro confín del Mediterráneo, o por los graves cismas que dividieron a la Iglesia y alcanzaron su máxima expresión en el Concilio de Basilea, Rodri go Sánchez de Arévalo ejerció de embajador de la corona, primero de Juan II y, a su mu