El que se despide de una ciudad o de un cuerpo está condenado a abrir o cerrar una puerta constantemente, a acercar sus labios al fuego y/o enterrar un espejo. Con este acto —a veces feliz, a veces triste— el poeta no ignora que ha logrado, para siempre, ese sitio equidistante de la muerte y el olvido que muy bien pudiera ser el poema. El que se despide en una ciudad como de una isla, ha conjurado, sin apenas moverse, todos los peligros del viaje. […] cada poema [es] como si fuese la hermosa arquitectura de un origami colocado con toda intención, quizás lascivamente, sobre un torso desnudo, porque así nos lo ha ofrecido el poeta.