Todo libro es una casa que se cae a pedazos. Las presencias que lo habitan pueden tener las formas de una grieta: manchas que descubren la tristeza sobre los manteles, niños aplastados bajo el arco de sus transformaciones, rostros que respiran tranquilos bajo el agua, el remolino de sangre de una gallina que después del amor fue alimento. También pueden descubrirse la oscuridad y las asperezas y la aridez de la vida en los ojos de una madre que mira sin sus ojos puestos. En Canasta familiar, Alejandro Sánchez se ocupa de aquella perplejidad cotidiana que da nombre a lo que falta. En estos ocho cuentos entrelazados por las ausencias perennes y por la evidencia de la vida misma de unos personajes que se desmoronan en sus propios recuerdos, este libro-hogar conjuga la resaca de una fiesta de millones de años con las instantáneas familiares que buscan el momento preciso para hacernos daño. A su manera, este libro -que también es una lista de cosas que no están- nos ubica en el hallazgo de la carencia, que es, a su vez, súplica y revelación, una literatura que nos golpea y nos quiebra, como un balonazo en lo más secreto del corazón.